Historia de tres generaciones de una familia que habita la misma casa. En vez de seguir el orden cronológico lo hace desde el presente: la vejez de Red y Abby (segunda generación) rodeados de sus hijos (que son la tercera) preocupados por sus ancianos padres. Además de la familia Whitshank con sus pequeñas anécdotas sobre la infancia de los hermanos, el noviazgo de los padres y la llegada de nietos y nueras con sus peculiaridades, la casa construida por Junior, el padre de Red es otro personaje más. Los personajes están muy bien construidos aunque no son excepcionales, ya que podrían ser nuestros vecinos o parientes; aquí se describe la vida misma sin grandes alharacas ni proezas. Libro que merece la pena leer por su calado humano y porque nos deja citas como esta que muchos matrimonios que han sobrevivido al paso del tiempo podrían suscribir:
Abby tenía un truquillo que empleaba cada vez que Red se comportaba como un viejo cascarrabias. Evocaba el día en que se había enamorado de él. «Era una hermosa tarde amarilla y verde, y soplaba una suave brisa…», decía, y todos los recuerdos volvían a ella: la novedad de la situación, un mundo entero de descubrimientos que se abrió por arte de magia ante ella cuando se dio cuenta por primera vez de que esa persona en la que apenas se había fijado durante todos esos años era en realidad un tesoro. Era «perfecto», así lo veía Abby. Y entonces ese chico de ojos claros y rostro apacible resplandecía entre las arrugas y el decaimiento de Red, entre sus párpados caídos y las mejillas hundidas, entre las dos hendiduras profundas que se le formaban en la comisura de la boca, y Abby restaba importancia a su obstinación general, a su tozudez, a su irritante creencia de que la simple y fría lógica podría resolver todos los problemas de su vida. Y en ese momento Abby se sentía tan feliz por haber acabado casada con él que se quedaba sin palabras. (p.227)
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