En la Inglaterra victoriana, una joven madre llega a habitar Wildflell Hall, en lo que parece una población rural apacible. Enseguida, todas las fuerzas vivas del pueblo se ponen a organizar veladas en sus mansiones para conocer a Helen, o la señora Graham, que viene acompañada de su pequeño Arthur. Allí son todo suposiciones sobre la vida pasada de la discreta dama que se dedica a pintar y pasar sus días alejada del mundanal ruido. Gilbert Markham es un joven propietario que se dedica sus tierras y que se encuentra con la señora Graham en su casa y en los paseos por el páramo gracias a su hermana Rose. Pronto se enamora de ella y odia profundamente a Lawrence, otro caballero que la vista con frecuencia. Ella lo rechaza con prontitud pero le entrega su diario en el que le cuenta su desdichada vida marital, con lo cual su amor es imposible. Lo tiene todo de la la época: cenas, tés, bailes y, sobre todo una perfecta anatomía del ser humano, por eso es un clásico. Clásico porque siempre hay gente que se enamora de un indeseable, clásico porque los cotilleos en los pueblos siguen sucediendo y además, como me decía mi tía G., esto es el Me Too de las victorianas.